Winston Churchill escribió que solo hay una cosa peor que ganar una guerra, y es perderla. Cuando nos vemos en ella de forma inevitable, hay que poner todos los medios, realizar todos los esfuerzos y sacrificios, asumir todas las pérdidas para tratar de evitar la derrota. Porque, por alto que sea el precio de la victoria, siempre pagará un precio más alto el derrotado.
Nos hallamos hoy sumidos en una guerra; económica, pero no por eso menos guerra. Una guerra en la que hay que batirse con la misma energía, decisión y utilizando el lenguaje adecuado, que en un enfrentamiento militar. El lenguaje militar son las balas; el lenguaje económico es el dinero. Los militares atacan para ganar territorio, debilitar al enemigo y así conseguir la victoria; los mercados atacan para ganar dinero. Y cuanto más debiliten a su objetivo, más dinero ganarán. No es un ataque en el sentido estricto del vocablo; no contiene odio ni malos deseos. Solo es una ventana de oportunidad para ganar dinero, que es la misión de las instituciones que componen el mercado. Cuando las fuerzas están equilibradas, los mercados ganan menos. Cuando se produce un desequilibrio, lo aprovechan para ganar más. Y la única manera de defenderse de ello es crear las fuerzas que restablezcan el equilibrio.
Cuando Lehman Brothers cerró sus puertas, dejando detrás una enorme montaña de basura y creando con ello una crisis financiera que se extendió a la economía mundial, el gobierno de Estados Unidos reaccionó inmediatamente identificando con rapidez los bancos que eran clave para el mantenimiento del sistema, inyectándoles cantidades masivas de dinero público y obligándoles a aceptarlas, aunque en unas condiciones suficientemente onerosas como para inducirles a su devolución rápida. Al mismo tiempo, dejó caer a todos aquellos bancos cuya quiebra perjudicaría solo a sus accionistas y no al sistema financiero en general. Los americanos ahí actuaron con contundencia y decisión: primero salvemos el sistema; luego, buscaremos a los posibles culpables; y mientras, aquellas entidades que no afecten al sistema, son problema de sus accionistas, no del gobierno. Son las bajas que hay que aceptar para ganar la guerra.
Y la ganaron. La economía americana está en clara recuperación, aunque sea lenta; su burbuja inmobiliaria, tan grande como la nuestra, está ya estabilizada, los precios de la vivienda tocaron fondo hace algún tiempo y llevan ya tres meses marcando subidas tímidas pero claras y definidas; el paro ha descendido del 10% al 8,2%; la mayor parte de los fondos públicos cedidos a los bancos han sido ya devueltos al Tesoro, con intereses; los bancos ayudados se han reestructurado y recapitalizado por otras vías; la crisis se ha superado a un mínimo costo para el contribuyente; y en todo ese proceso el interés general ha primado sobre el particular, ha habido consenso total en ambos lados del Congreso y el Senado, y los sindicatos, aún siendo poderosos en afiliación y economía, no han organizado conflictos laborales. Ha sido un ejercicio de responsabilidad colectiva. Y los mercados, ante el mensaje inequívoco de la Reserva Federal y el Tesoro de que intervendrían con nuevos recursos cada vez que lo consideraran necesario, han entendido que allí no había terreno para incrementar sus beneficios. El equilibrio se ha mantenido y el Tesoro americano se está financiando a tipos muy bajos.
En otro orden de cosas, el año pasado el Banco Nacional de Suiza se vio obligado a intervenir cuando el cambio del Franco suizo, como consecuencia de un gran incremento en la demanda, llegó a niveles que perjudicaban seriamente la competitividad de la industria del país. Y lo hizo con determinación, anunciando en un comunicado claro y terminante que intervendría masivamente, vendiendo francos en cantidades y cuantas veces fueran necesarias para asegurar el mantenimiento de un tipo de cambio alrededor de 1,20 francos por euro. Y lo hizo. En dos horas cesó completamente la especulación hacia una subida del franco y éste bajó a 1,20. Quienes lo habían estado comprando a 1,40 con la expectativa de que siguiera subiendo, tuvieron que vender precipitadamente y perdiendo dinero. Desde entonces, el Banco Nacional de Suiza ha intervenido varias veces para equilibrar las fuerzas del mercado, y el tipo de cambio se ha mantenido en su techo previsto sin más tensiones especulativas. Los mercados captaron el mensaje porque se dio en el lenguaje que ellos entienden.
Podría citar otros casos en que la intervención decidida, clara y en el lenguaje adecuado ha impedido otras crisis bancarias en los últimos 30 años, pero no quiero extenderme demasiado. Por el contrario, la tibieza, timidez y torpeza del Gobierno Británico al principio de los años 80 dejó sin apoyo político al Banco de Inglaterra y el resultado fue una importante pérdida de sus reservas en divisas, forzó la salida del Reino Unido del Mecanismo de Cambios Europeo y permitió que George Soros, uno de los mayores especuladores financieros del mundo, obtuviera unos beneficios de 2.000 millones de dólares. Si el Banco de Inglaterra hubiera tenido el apoyo político necesario para hablar en el idioma que entiende George Soros y sus mariachis, jamás habría éste ganado la partida. Pero apostó a que no lo tendría y ganó. La culpa es de los políticos británicos de su época, no suya. El hizo bien su trabajo y ellos no.
La solución no es vilipendiar a los especuladores y encarcelarlos, como la solución a los problemas laborales no es encarcelar a los sindicalistas. Los mercados, tanto el laboral, como el económico o el financiero, se mueven por fuerzas que actúan en defensa de los intereses que representan. Y el sistema funciona ordenadamente cuando estos mercados mantienen un equilibrio. La misión de los gobiernos es asegurarse de que ese equilibrio se mantiene dentro de un orden y niveles no dañinos al sistema, o sea al interés general. Los especuladores son no solo positivos sino necesarios porque proporcionan una considerable liquidez a los mercados, que de otro modo no tendrían. Contribuyen al equilibrio, y no al contrario como piensa la mayoría de la gente. Pero es necesario hablarles en el idioma que entienden.
¿Qué está ocurriendo con la crisis de deuda soberana española e italiana? Pues que, por haber hecho mal los deberes desde el principio, y por no querer cantar el mea culpa y pagar el precio político y económico que ello conlleva, los mercados están recibiendo muchos mensajes, pero todos en un idioma que no entienden. Es como si a una fuerza militar, bien entrenada y equipada, la atacáramos con una fuerza policial que dispara balas de goma. Por muy convincentes que intentaran sonar y parecer los policías, los militares se partirían de la risa y seguirían avanzando inexorablemente. Que es lo que hacen las instituciones que nos prestan dinero, cada vez más caro.
¿Significa eso que los prestamistas tienen dudas de nuestra capacidad para devolver los préstamos, como nos quieren hacer creer? Para nada. Si fuera así, no nos lo prestarían. Y cada vez que salimos al mercado con una emisión de deuda, ésta está suscrita entre dos y tres veces. La demanda está ahí. Pero nos ven tan debilitados, que piden más y más dinero a cambio. Es su trabajo.
¿Cómo se combate eso? Hablando a los mercados en el idioma que entienden. Una medida efectiva sería declarar desierta una de las emisiones de deuda, negándonos a pagar el precio que nos piden. Los mercados entienden ese idioma. Pero claro, eso es muy difícil de hacer cuando estás tan entrampado que te mueves en el filo de la navaja para poder pagar tus deudas y obligaciones. La otra es que el Banco Central Europeo intervenga con un mensaje similar al que dio en su día el Banco Nacional de Suiza, que es lo que piden todos los dirigentes políticos de los países del sur de Europa. Pero para eso, esos políticos tienen que dar mensajes claros y tomar medidas contundentes porque el que estén entrampados hasta las cejas no es culpa del BCE ni de los demás países europeos que han estado haciendo sus deberes y gestionando sus fondos públicos con responsabilidad y rigor. Y eso es precisamente lo que no hacen. En vez de decidir medidas drásticas y urgentes, anunciarlas y tomarlas, se dedican solo a avanzar pasito a pasito, reaccionando en vez de actuando, con lo que ni el BCE ni el resto de los países se lo creen. Y los partidos, que de haber gobernado ellos tendrían que hacer lo mismo, porque no hay otro camino, se dedican a criticar y quemar al gobierno intentando así sacar beneficio político y dando evidentes muestras de su degeneración moral. De los sindicatos franquistas que aún tenemos, prefiero no hablar. Todo ello algo diametralmente opuesto a lo que pudimos ver en Estados Unidos.
Así que estamos en una encrucijada en la que nos hemos metido por nuestra estupidez y mala cabeza, y de la que no sabemos salir por exactamente las mismas razones. Llevamos casi cuarenta años siendo conscientes de la inoperabilidad y expolio de nuestros partidos, pero sin hacer nada para resolverla. Como mucho, nos abstenemos de votar, que tiene precisamente el efecto contrario: votan mayoritariamente los fanáticos y los estómagos agradecidos, con lo cual todo sigue igual. Nuestro gobierno debería tomar de una vez y por todas, haciendo uso de su confortable mayoría absoluta en vez de andar de puntillas y con miedo, todas las medidas necesarias, por dolorosas que sean, para que la UE entienda que se están realmente haciendo reformas y no aplicando paños calientes. Debería iniciar actuaciones judiciales contra los responsables en vez de, poniendo una vez más los intereses particulares por encima de los generales, instruir al Fiscal General para que se oponga a ellas o indultando o conmutando penas, en un obsceno ejercicio de favoritismo e inmoralidad, a los pocos que son condenados. Ese idioma lo entendería la Unión Europea y el BCE.
Y tanto la UE como el BCE podrían entonces lanzar un mensaje similar al del Gobierno americano o el Banco Nacional de Suiza en el idioma que entienden los mercados, lo que frenaría inmediatamente la especulación y restablecería el equilibrio.
El Gobierno, con su mayoría absoluta, no puede seguir demostrando que teme más los debates parlamentarios y críticas internas que la posibilidad de perder la guerra. Y tampoco puede seguir tirándose el farol de que el resto de Europa acabará cediendo para evitar la desaparición del euro. Porque hay un límite, tanto económico como político, en el precio que esos países están dispuestos a pagar para mantener el euro; y la caída de la moneda única tendría efectos muy duros para las economías fuertes, pero volver a la peseta sería un holocausto económico para una economía con la extrema debilidad que tiene ahora mismo la española, que nos devolvería a la pobreza, impotencia y desesperación de los años 50.
La interesada sinrazón de la izquierda española no para de acusar al Gobierno de haber iniciado la destrucción del estado de bienestar. Con ello la izquierda solo confirma su divorcio de la realidad. Porque, si una reducción del estado de bienestar fuera necesaria como parte de las bajas que hay que aceptar para ganar la guerra, solo podemos decir así sea para poder recuperar ese estado de bienestar para nuestros hijos y nietos. El precio de ganar la guerra puede ser alto, pero mucho más alto será perderla. Y para ganarla, hay que hablar a cada uno en el idioma que entiende.